viernes, 29 de noviembre de 2013

Adios noviembre


 Noviembre es el mes que trae el cumpleaños de dos de mis hermanos, las tardes más corta, el frío, pero sobre todo es el mes que trae a Huelva el Festival de Cine Iberoamericano.

La fiesta, la semana feliz, los reencuentros, los intercambios, los abrazos, los acentos, los sabores, los olores, los colores, las discusiones, la vida de uno y otro lado del río. La vida.

He podido leer estos días cosas así:

“Tendrían que quitar el festival, sus películas cuentan historias que no tienen que ver con nosotros”. Como si el amor, el desamor, el trabajo mál pagado, las revoluciones ganadas o perdidas, la corrupción, la soledad, el desamparo, la alegría, la tristeza, la lucha, la educación o la falta de ella, los triunfos, el pasado, el presente, el futuro y la esperanza no fueran lugares comunes.

“Deberían gastar el dinero en ayudar a la gente”. Abonado el terreno para que la cultura se convierta en un artículo de lujo y en algo absolutamente necesario para dejar de ser personas, hay quien piensa que sin cultura se viviría y comería mejor.

“El festival no interesa a nadie”. Supongo que la asistencia de 28.391 personas (desde niños a mayores) a las salas de cine (bastante más que al estadio colombino) durante una semana sin importar el frío, sin saber que iban a encontrar en las pantallas, y gastando 3 euros no significa nada.

Más también he podido escuchar cosas así:

“Ustedes no saben lo que significa este festival para nosotros”. Directores, productores, actores y actrices de México, Perú, Argentina, Portugal, Colombia, Brasil, Chile, Venezuela, Cuba, España se emocionan al contarnos esto. Ellos traen sus obras al festival como los que van a ganar un Óscar, de hecho, no sería la primera vez que una película premiada y/o estrenada en Huelva se hace con un Óscar.

“Una vez que vienes, ya no quieres dejar de venir”. Sí, esto también lo dicen, no vienen a hoteles de 5 estrellas, no van a restaurantes Michelín, no se encierran en clubes privados, los llevan todo el día del tingo al tango, y sí, una vez que vienes, ya no quieres dejar de venir.

“Muchas gracias al festival, a Huelva y a su gente”. Huelva, que probablemente sea una de las ciudades más feas del planeta, tiene, además de luz, una capacidad infinita de acoger a quienes vienen de fuera con una amabilidad que sobrepasa con mucho a otros lugares. Huelva es ese lugar al que es difícil llegar, pero al que siempre quieres volver.

Y añado, el festival se empeña en enseñar a los niños a ver cine, en poner películas que visibilizan a colectivos hasta hace poco escondidos, se expande por distintos puntos de la ciudad y  sobre todo acerca el cine a la cárcel, que es un lugar donde se sueña con la libertad.

Este año he tenido la suerte de asistir en el centro penitenciario de Huelva al coloquio entre los presos y representantes de la película emitida ese día, en este caso fue la mexicana Workers y tuvimos la suerte de acompañar a una de sus protagonistas Susana Salazar. Ha sido una gran experiencia, no solo por el desasosiego que supone sentir que para traspasar una puerta, otra se cierra a tus espaldas, sino porque los habitantes de ese lugar, visten sus mejores galas esos días y además preguntan y comentan con una libertad de la que carecen muchos de los periodistas hoy en día.

39 ediciones de festival no son pocas, son muchas, teniendo en cuenta lo efímero que es todo hoy en día, dudo que Huelva existan muchos más eventos (culturales o no) que puedan presumir de tanta solera, pero Huelva a veces es más de presumir de no tener  o no poder, que de celebrar lo que tiene. Son muchas, pero son pocas, porque queremos más.

Pero el festival no es solo la gente que viene, también es la gente que durante  todo el año trabaja para que todo salga bien, empezando por su incansable director Eduardo Trías. La 39 edición se marchó y yo aún la extraño, espero la 40 como quien espera lo que la hace feliz.  Quería contarlo antes que noviembre acabara. Larga vida al festival.


Pd.: En la foto, mis imprescindibles amigas festivaleras, Adela y Begoña con Susana Salarzar durante la visita a la cárcel y el premio que entregan los presos, la llave de la libertad.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Ciegos


"Pienso que todos estamos ciegos. Somos ciegos que pueden ver, pero que no miran" José Saramago en Ensayo sobre la ceguera

Yo soy miope, muy miope, si alguien no lo sabía y se preguntaba el porqué  de mi especial mirada, esta es la respuesta, los miopes miramos diferente. Pero esto no es lo que quería contar.
Hace un mes me cambiaron las lentillas, no es solo la miopía, ahora también es estigmatismo, y como no me han ido bien, he tenido que probar otras, para eso, he tenido que volver a pasar por las mediciones oculares pertinente, un día con las lentillas puestas y otro día sin ellas.  El día que tuve que ir sin ellas fue el viernes, y claro, con las calles llenas de gente (muchas conocidas) no iba yo a salir de mi casa con las gafas (que uso cuando me quito las lentillas), vanidad, coquetería, podéis llamarlo como queráis.
Así que casi a ciegas me aventuré a ir a la óptica y luego, aprovechando, a hacer unos recados. Caminaba por la calle y solo iba viendo lo que tenía muy,  muy delante,  reconocí a la gente conocida cuando casi la tenía encima, el muñeco de los semáforos parecía estar siempre parado, y lo escuchaba todo más potente, ya que al casi no ver no me quedaba más opción que oír, porque de oído estoy estupenda, tanto que no me gusta gritar y prefiero un tono bajo en casi todos los sonidos, al extremo que todos me dicen “yo no sé cómo no te quedas sorda”. También volví a ejercitar el tacto, que yo siempre he sido de mucho tocar, pero una  vez alguien me dijo que tantos tocamientos podían malinterpretarse y desde entonces lo pienso antes de hacerlo.
Y mientras llegaba a la óptica y luego salía y seguía caminando pensaba, qué cosa tan triste esa de no poder ver, cuando piensas que lo has visto todo, que grande son los ciegos que sin ver, ven siempre más y mejor que quienes no lo somos, que cosa tan triste que quien pudiendo ver, no mira.
Y me acordaba, como muchas otras veces, de como solemos utilizar cualquier minusvalía física y la ceguera lo es (abro paréntesis para contar que el día que el oculista me dijo esto, casi estuve a punto de pegarle, solemos pensar siempre que los minusválidos son los otros, aquellos cuya minusvalía se ve), y llamamos a manera de insulto ciego a quien no ve las cosas como nosotros las vemos.
Quizás, al igual que en la novela de Saramago, todos deberíamos experimentar una ceguera física momentánea, nos daría la verdadera talla de lo que somos, de lo que tenemos y de lo que nos estamos dejando quitar, que es casi todo, por acción u omisión.
No diré que fue una experiencia agradable, me hizo sentir expuesta, un poco perdida, al no estar entrenada para utilizar otros sentidos, vulnerable, insegura de tener que explicar “mira, no es que no quiera saludarte, es que no veo un carajo”, y un poco niña al tener que ir cuidando los pasos y descubriendo cosas que daba por sabida. No diré que fue una experiencia desagradable, me obligó a ser más fuerte, a reconocer mis otros sentidos y valorar mucho más lo importante que es ver y sobre todo, mirar.